Por Diana Aller / El País
"Si no vas a hablar, no des al like", reza el perfil en Tinder de Jorge, de 33 años, que posa sonriente delante del Coliseo romano. "Busco alguien que me dé pasión a diario", afirma Ana María, de 41, en el programa First Dates de Cuatro. Hemos normalizado que a las relaciones sexoafectivas se vaya exigiendo. Que de primeras, la gente pida unas características y rechace otras. Vamos a por el amor como si fuéramos de rebajas: buscando unas prestaciones al mínimo coste.
Quienes tenemos Tinder sabemos (¿o no?) que nos prestamos a ser un cromo a cambio de coleccionar otros tantos. Sin darnos cuenta (¿o sí?), hemos sometido los afectos hasta el absurdo a la imperante lógica capitalista. Nos convertimos a nosotros mismos en objetos a cambio de objetualizar a los demás.
Ya lo predijo el sociólogo Zygmunt Bauman cuando hablaba de "amor líquido" (Amor líquido: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos; 2003): las relaciones interpersonales se caracterizan, cada vez en mayor medida, por la "falta de solidez, calidez y por una tendencia a ser más fugaces y superficiales". Buscamos en el trato con nuestros semejantes algo propio del consumismo: utilidad e inmediatez.
Esto —no estoy dando ninguna exclusiva— promueve la superficialidad y la frustración: el objeto no nos satisface del todo, nos aburre o tiene unas contraprestaciones que no estamos dispuestos a asumir. Mercantilizamos a los demás y ponemos condicionantes, antes que darnos al otro y a la experiencia. Nos aburre el concepto tradicional de pareja porque hay que aguantar, hay que sacrificarse y hay que vivir para el otro. Se asemeja a una carga hipotecaria. Una inversión demasiado costosa para el beneficio que se puede obtener (¡y encima nadie nos lo asegura!).
Sucede en el trabajo, en nuestra proyección digital y en nuestra interacción con el mundo: nos autoexplotamos y nos objetualizamos para entrar en el juego de la aceptación. Trabajamos muy duro para que nos asignen un valor y un estatus".
Image: Alejandro Llamas / El País