Por María Paredes / Buenavida - El País


"Si no has vivido esta escena, seguramente la hayas presenciado: dos personas cenan en un restaurante y degustan los platos sin cruzar una sola palabra. El silencio sepulcral de su mesa llama la atención de los demás comensales de la sala, que se plantean con mucha incomodidad que algo debe ir mal entre ambos. Y es que el silencio tiene una pésima prensa. Es sinónimo de una larga lista de emociones desagradables que nadie quiere vivir en una relación. Pero, ¿es la ausencia del sonido tan negativa como se pinta?

Esta percepción sobre el silencio tiene que ver con una cuestión absolutamente cultural. En Occidente, explica Ángeles Marco Furrasola, filóloga y doctora en Lingüística, "equivale al vacío, a la nada e, incluso, lo asociamos a la muerte. Sobre todo en las sociedades mediterráneas", dice la autora del trabajo Una antropología del silencio: un estudio sobre el silencio en la actividad humana. Esta necesidad de parloteo incesante tiene una explicación histórica. "Las culturas mediterráneas hienden sus raíces en la cultura grecolatina, en la que la retórica y la oratoria eran importantísimas, porque el individuo se insertaba en la sociedad a través de la palabra hablada", continúa la experta.

Lejos de las culturas en las que el don de la palabra se ha erguido como baluarte de poder (hasta el punto en el que todos hablamos sin apenas escucharnos), otras sociedades le dan al silencio un valor inconmensurable. "Para algunas filosofías como el budismo, el silencio lo es todo. En algunas culturas se considera un auténtico líder a aquel cuya presencia apenas se percibe", añade la filóloga. Es tal el gusto por el silencio, que hasta se pone de manifiesto sobre el papel. Solo hay que ver los haikus, un tipo de composición poética japonesa de tres únicos versos en los que el silencio se representa como espacios en blanco.

Volvamos a nuestra sociedad. Nuestro afán por hablar (hasta cuando no es necesario) nos ha alejado tanto de silencio que nos ha llevado a un punto en el que hemos llegado a temerle. El Homo agitatus —término con el que nos define Jorge Freire, filósofo y autor de Agitación, por esa ansia constante por vivir cosas novedosas— "tiene pavor al silencio". El filósofo culpa a la sociedad de la información, que nos tiene constantemente conectados a algo. "Si estás permanentemente asediado por un sinfín de estímulos, no puedes pensar en serio", dice. Y lanza una recomendación: "Ante la promoción del bullicio constante —que siempre lleva a la idiotización— no hay mayor desacato que mantenerse quieto y en silencio".


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Image:  Pando Hall / Getty / El País

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